Carpe Diem (redacción propia)

 Levantó las losas que pesaban sus ojos y alzó su mirada al infinito. La dicha del paisaje le mostró una imperturbable belleza que provocó la agitación de su corazón impotente. La grandeza del exterior intensificaba su estupor. 
Protegido por los cristales de una ventana, el anciano fue consciente por vez primera de los encantos de aquel ambiente mundano que tantas veces había mirado y nunca había visto.

Maldijo su ceguera, su indiferencia, mientras los momentos expiraban y se sumían en un temible vacío, como los callejones que dan al olvido.

Vagamente, se propuso guardar su descubrimiento en un rincón de su memoria, sorprendido todavía por la celeridad de su comprensión ante la visión del horizonte, inesperada como un beso robado o un llanto incontenido.

El dolor del tiempo se lo llevó dejando tras de sí migajas de recuerdos, instantes de algarabía, desorientación y dicotomías, que ahora eran barridas por el presente. Un presente que le relegaba con prontitud y desenfreno.

Sin embargo, aquella última consternación que había experimentado permaneció imperturbable al paso de los años, imborrable como la sangre de tinta mancha el libro abierto de las reminiscencias.

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