Silencio (redacción propia)

Silencio

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El grito proferido acordonó el cielo, abarcando la finitud del espacio contenido en el aire terrenal.

El sonido tejió sus ondulaciones, que rasgaron la tela de vapor de las nubes. No obstante, los pájaros prosiguieron su vuelo, las hormigas continuaron trabajando de forma incansable, ajenas al leve temblor debajo de ellas. Igualmente, los perros se habían sumido en el sopor que podía desatarse tras haber comido de sus cuencos hasta dejarlos impolutos. El ruido no provocó el giro reflejo de sus orejas hacia la fuente del sonido. Siguieron imperturbables en su siesta perruna, tal y como marcaba el hábito desde hacía unas semanas. Todo auguraba que sería otra pacífica y calurosa tarde de domingo a principios del periodo estival.

Quizás nadie se había percatado del grito. Quizás ninguna placa tectónica había chocado con su contigua. Quizás el cielo no se había abierto para dejar paso a la ira relampagueante de ningún dios indolente.

Y eso era porque no había habido tal grito; había sido tan sólo un angustioso rugido enmudecido por el leve vaivén de las nubes a merced de la brisa que las acariciaba con su mano incorpórea.

Ella no era nadie, sólo otro organismo pluricelular en un maremágnum mundanal de células sin sentido. Sus cuerdas vocales estaban trenzadas, eran un piano estropeado, un pentagrama sin notas musicales. Pero eso era un don para ella en situaciones como ésa. Como decían, el avestruz ocultaba la cabeza bajo el ala cuando había una amenaza externa. Así, si el animal no veía nada, era porque no había nada que temer. Del mismo modo, si la chica no gritaba, significaba que no ocurría nada fuera de lo común. Que no existía amenaza.

Pero sí que existía. Esa amenaza estaba devorándola con la vista en ese preciso instante. Los sagaces ojos no desviaban la atención de la presa recientemente seleccionada. La chica parecía indefensa. Una marioneta volátil que se sujetaba para que el exterior no la zarandeara. Y él era un astuto cazador, de los que guardaban silencio hasta que desplegaban su artillería en el instante oportuno. El silencio era su virtud.

Aquella tarde, las calles estaban inusualmente vacías. Las últimas bolas de polen rodaban por el empedrado de aquel Madrid desértico, mirando impotentes hacia las hojas verdes que se alzaban victoriosas en los árboles. Los charcos de agua evidenciaban una lluvia reciente, y reflejaban un Madrid paralelo, mostrando colores desvaídos y carentes de vida. También reflejaban a una joven de tez blanquecina y pelo moreno, que había amenizado su paso cuando sus sentidos le habían comunicado el código de alerta. 

La silueta de ella se dibujaba en las pupilas de él. Aquellas pupilas denotaban cansancio al haber pasado todo aquel día sumergido en el ambiente oscuro y etílico de un pub. Sus pulmones acababan de respirar aire fresco y su vista acababa de librarse de aquella humareda de tabaco y polvo, cuando la vio a ella. Y entonces, sus ojos denotaron otra cosa más: hambre.

Los tacones chocaban sordamente con la piedra de la calle, rítmicamente y de forma urgente, como si fueran gotas de lluvia repiqueteando en un charco enlodado. Ella lo sabía. Sabía que había alguien detrás suya. Y por ello el taconeo se hacía vertiginosamente más ágil, intentando aventajar la máxima distancia entre ella y su posible verdugo. Constató que sus delicados zapatos no eran el mejor calzado para correr, aunque, ¿cuál es la mejor vestimenta para el día en que uno va a morir?

Notaba cómo la sangre subía a su cerebro y su corazón mientras sus manos se enfriaban y se tensaban sus gemelos. La adrenalina estallaba como un cerezo en flor, incentivando el despertar de su instinto más primordial. Su mente estaba concentrada en la carrera, intentando no aprisionar los tacones entre los filos de las amenazantes piedras. Pero hubo una parte de ella que mandó la señal a sus músculos superiores para abrir el bolso. Su mano se deslizó entre las tripas de su cartera, frenéticas, hasta que dio en el clavo y logró asir lo que había estado buscando.

Entonces, torció a la izquierda. Casi enseguida, se maldijo, y hubiera mascullado algún improperio de haber podido. Era un callejón sin salida. Al fondo de éste se veían cartones y cubos de basura municipales. Y más allá, comenzaba lo que parecía ser un bloque de pisos, incluso varias ventanas estaban abiertas de par en par, a modo de bienvenida a la calurosa tarde. Los propietarios podrían estar durmiendo en ese mismo momento, o viendo una película. O incluso, podrían estar mirándola, disfrutando morbosamente de su superioridad circunstancial, como quien ve un documental en vivo y en directo, una danza descarnada entre la vida y la muerte. La irónica sentencia del “Vivir juntos, morir solos” se tornaba una cruda realidad.

Se dio la vuelta. Allí estaba él, con el relieve de la excitación perfilándole el cuerpo. Era un hombre de mediana edad, musculoso y bien trajeado. Su cara era afilada y esgrimía una sonrisa sandónica, dejando entrever sus dientes, tintados de un blanco impoluto. Corrió hacia ella hasta confinarla en un rincón. Ella se dejó manejar como un polluelo asustado. 

El hombre posó las manos en el rostro de la chica y comprimió la yema del dedo índice sobre los labios de ella, que se moldearon a voluntad de la fuerza externa. La joven mantuvo una compostura férrea e intentó no derramar ni una lágrima. No obstante, dejó escapar un quejido, un sonido inarticulado que le hizo comprender a él que ella era muda. El hombre se relamió, mostrando asquerosamente sus incisivos al haberse descubierto ante una presa silenciosa. Le rasgó el largo vestido hasta la altura de las pantorrillas. 

Intentó manosearla, pero ella empezó a moverse convulsivamente de un lado a otro, ralentizando la ilegal y lujuriosa fechoría que él se proponía cometer. Su paciencia se agotó, y subió sus manos hasta apretar el cuello de la mujer, que se quedó sin respiración.

Ella boqueó como un pez fuera del agua. Notaba sus pulsaciones palpitándole en las sienes. Su conciencia se desintegraba como los granos de arena en las manos. Su mente se apagaba, meciéndola en el sueño profundo de la hipoxia cerebral.

En uno de sus últimos y amargos aleteos por asirse a la supervivencia, extrajo el objeto del bolso y se lo clavó a él a la altura del cuello. El hombre miró a la mujer, estupefacto, sin saber qué era aquello que se introducía en su costilla cervical. La herida que le producía el objeto de la chica era cada vez más lacerante y comprometedoramente vital a medida que él perdía fuerza y desaflojaba la presión sobre su víctima.

Finalmente, en un estertor, dejó a su presa en libertad y casi al unísono cayó de espaldas, clavándose aún más el estandarte mortal. La mujer, presa del pánico, echó a correr alejándose del callejón, con el vestido lleno de huellas dactilares carmesíes y un reguero de sangre entrelazándole los dedos de la mano derecha.

Encontrarían el cuerpo del varón al cabo de unas pocas horas. La sirena de una ambulancia se abriría paso entre los transeúntes, en un intento infructuoso por salvar la vida del malhechor. Cuando le dieran la vuelta al cadáver, descubrirían la causa del fallecimiento: el filo de una navaja decoraba su espalda, trazando el rosetón sanguinolento que le había conducido hasta su funesto destino.

FIN

1 comentario:

  1. ¡Joder que historia!... me gusta el ritmo y también el lenguaje, muy descriptivo y proporcionando amenidad, nos tiene en vilo. Gracias.

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