Muerte con alas (redacción propia)

Muerte con alas

Me dirijo a Vos, Señor, para explicaros los acontecimientos. 
Mas no se trata de un relato ficticio; os ruego a Vos, Señoría, y con Lucifer por testigo, escuchar lo que aconteció aquellos días fríos y tormentosos.
Por aquellos tiempos, estaba en mi plena juventud, una vida atolondrada, llena de errores y caminos sin rumbo. Por entonces no pensaba lo que hacía. Mis acciones se limitaban a mover un músculo, sin racionalidad alguna.Y, estando en el seno de la tierra, en mi lecho de muerte, volverían a mí pequeños retazos de memoria de aquella vez, la vez en que viví y dejé morir.
Pues como bien digo, era joven e ingenua, y esperaba que la Tierra girase alrededor de mí. Aquella vez, la tormenta se cernía ágilmente sobre mi persona, haciéndome sentir acorralada, y la oscuridad me encaminaba hacia el más completo y profundo vacío.
Me refiero otra vez a mí, para recalcar mi frialdad y mi indiferencia, mi apatía y mi desobediencia hacia lo externo a mí. Desde que nací, había recibido desinterés, despreocupación y ni un ápice de cariño. Es por eso que, a muy temprana edad, se originó en mí un insondable odio hacia las personas, que terminó por desembocar en aquella inhumanidad que me corroía.
La única criatura que suponía una excepción a toda regla, era un indigente mendigo, cuyo nombre ignoraba. Pero él era como yo, mísero y desamparado hasta lo inimaginable. Llegué a fijarme en sus ojos, mi último día de existencia y primero de muerte: grises y expresivos, como el haz de la luz en las tinieblas de una noche desapacible. Me introdujeron en un semi estado de calma, y acallaron los gritos de histeria de mi fuero interno. Si bien, aquella mirada era ciertamente triste y amarga; la de un alma sola y huérfana de cariño. Asemejándose a una lágrima en un océano, una gota perdida.

Sé yo y Satanás aquí presente, que no quería hacer lo que hice, pero mi instinto de supervivencia me dictó las normas, y mi visión global se cegó a la mía propia. 
Comenzó a llover, hasta que miles de gotas cayeron al unísono, creando un sonido ensordecedor. Los rayos iluminaban la otra punta del planeta, tomando como testigos a mí y al perfecto desconocido. Recuerdo que algo negro se dibujó en el aire; una silueta deforme, con movimientos majestuosos. De repente, el silencio perforó mis oídos, era como si me comprimiera en el espacio, como el aire se aprisiona en una botella.
Esta afirmación parece absurda, cierto, lo sé muy bien. Sin embargo, me atrevería a jurar que era real y no un mero fruto de demencia. He tratado muchas veces de cerciorarme de la inexistencia de la visión, aunque siempre queda y quedará espacio en mí para estas dudas. Lo que vi es cierto, vi a la Muerte llamarme con su capa larga y atezada, divisé sus manos cadavéricas, las cuales sujetaban sólidamente una hoz.
Oculto por la capa, llegué a ver algo que se podría denominar rostro, algo impávido, con unos terroríficos ojos níveos, velados, que provocaban un pánico indescriptible, y mucho menos por aquí, poniéndolo por escrito. Sé que la Muerte venía a por mí, como lo sabe el ratón perseguido por el gato. Aquello no era más que el juego del escondite, con una diferencia más amplia ente quien vence y quien pierde.
Tenía al mendigo a mi lado, tan aterrorizado por la alegórica presencia como yo lo estaba. La Muerte me miró con sus ojos blanquecinos, bajando súbitamente la guardia.Fue el instante que yo tuve para salvar mi vida.
Rápidamente, como un pájaro alzando el vuelo, me escabullí y me oculté detrás del pobre, detrás de la única persona que me había provocado alguna emoción. Detrás de su sobrecogedora mirada grisácea, que me recordaba un día de tormenta. Él no se esperaba lo que hice, pues su expresión lo denotaba, y en menos del tiempo para moverse, fue tragado por la muerte. 

Había burlado a mi perseguidora y conseguido que su mortífero rayo cayera sobre otro. A partir de entonces, lamenté su pérdida, y cavé una tumba para él, aunque su cuerpo había desaparecido como una humareda pasajera. Una vez, llorando desamparado, me caí en la tumba que se había convertido en una especie de lugar sagrado para echarle de menos. Había llegado mi hora, ya que la caída fue terminal, y su lecho se convirtió en el mío propio.
Me lo encontré en el Reino de los Muertos, vagando sin rumbo propio con la mirada perdida. Me reconoció. El brillo de sus ojos ya se había extinguido de toda vida. Estaba resentido conmigo, celoso de que mi existencia se hubiera alargado algo más que la suya. Lo pude ver en su mirada desquiciada de loco.
Me empujó al vacío, me arrojó al Infierno, para que quemase mis derechos, igual que yo había hecho con los suyos. Traición.
Grité con todas mis fuerzas para que se abstuviera de ello, para que me salvara. Aún así, sólo me oyeron los cuerpos que yacían abajo. Sólo pude adivinar que de él brotaba una lágrima, que cayó perdida, balanceada por el céfiro, y la amargura que reflejaba su mirada la llevaré conmigo siempre en mi corazón inmóvil.
Soledad, desamparo, desesperación. Los cuerpos que se quemaban no tenían boca, pero sus facciones – o lo que quedaba de ellas – se alargaban, se estiraban, languidecían. Se podían escuchar los gritos silenciosos de sus cuerdas vocales estáticas. Sus ojos buscaban una salvación, frenéticos, a la cual aferrarse.
Pero él había desaparecido, ya no estaba allí.

¡Yo me estoy quemando, Señoría, y os ruego que me escuchéis! Si la vida es el infierno, y yo estoy en él, aquel hombre estará por siempre a mi lado, y le recordaré los días de lluvia, mientras se incineran mis pecados.

Carpe Diem (redacción propia)

 Levantó las losas que pesaban sus ojos y alzó su mirada al infinito. La dicha del paisaje le mostró una imperturbable belleza que provocó la agitación de su corazón impotente. La grandeza del exterior intensificaba su estupor. 
Protegido por los cristales de una ventana, el anciano fue consciente por vez primera de los encantos de aquel ambiente mundano que tantas veces había mirado y nunca había visto.

Maldijo su ceguera, su indiferencia, mientras los momentos expiraban y se sumían en un temible vacío, como los callejones que dan al olvido.

Vagamente, se propuso guardar su descubrimiento en un rincón de su memoria, sorprendido todavía por la celeridad de su comprensión ante la visión del horizonte, inesperada como un beso robado o un llanto incontenido.

El dolor del tiempo se lo llevó dejando tras de sí migajas de recuerdos, instantes de algarabía, desorientación y dicotomías, que ahora eran barridas por el presente. Un presente que le relegaba con prontitud y desenfreno.

Sin embargo, aquella última consternación que había experimentado permaneció imperturbable al paso de los años, imborrable como la sangre de tinta mancha el libro abierto de las reminiscencias.

Silencio (redacción propia)

Silencio

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El grito proferido acordonó el cielo, abarcando la finitud del espacio contenido en el aire terrenal.

El sonido tejió sus ondulaciones, que rasgaron la tela de vapor de las nubes. No obstante, los pájaros prosiguieron su vuelo, las hormigas continuaron trabajando de forma incansable, ajenas al leve temblor debajo de ellas. Igualmente, los perros se habían sumido en el sopor que podía desatarse tras haber comido de sus cuencos hasta dejarlos impolutos. El ruido no provocó el giro reflejo de sus orejas hacia la fuente del sonido. Siguieron imperturbables en su siesta perruna, tal y como marcaba el hábito desde hacía unas semanas. Todo auguraba que sería otra pacífica y calurosa tarde de domingo a principios del periodo estival.

Quizás nadie se había percatado del grito. Quizás ninguna placa tectónica había chocado con su contigua. Quizás el cielo no se había abierto para dejar paso a la ira relampagueante de ningún dios indolente.

Y eso era porque no había habido tal grito; había sido tan sólo un angustioso rugido enmudecido por el leve vaivén de las nubes a merced de la brisa que las acariciaba con su mano incorpórea.

Ella no era nadie, sólo otro organismo pluricelular en un maremágnum mundanal de células sin sentido. Sus cuerdas vocales estaban trenzadas, eran un piano estropeado, un pentagrama sin notas musicales. Pero eso era un don para ella en situaciones como ésa. Como decían, el avestruz ocultaba la cabeza bajo el ala cuando había una amenaza externa. Así, si el animal no veía nada, era porque no había nada que temer. Del mismo modo, si la chica no gritaba, significaba que no ocurría nada fuera de lo común. Que no existía amenaza.

Pero sí que existía. Esa amenaza estaba devorándola con la vista en ese preciso instante. Los sagaces ojos no desviaban la atención de la presa recientemente seleccionada. La chica parecía indefensa. Una marioneta volátil que se sujetaba para que el exterior no la zarandeara. Y él era un astuto cazador, de los que guardaban silencio hasta que desplegaban su artillería en el instante oportuno. El silencio era su virtud.

Aquella tarde, las calles estaban inusualmente vacías. Las últimas bolas de polen rodaban por el empedrado de aquel Madrid desértico, mirando impotentes hacia las hojas verdes que se alzaban victoriosas en los árboles. Los charcos de agua evidenciaban una lluvia reciente, y reflejaban un Madrid paralelo, mostrando colores desvaídos y carentes de vida. También reflejaban a una joven de tez blanquecina y pelo moreno, que había amenizado su paso cuando sus sentidos le habían comunicado el código de alerta. 

La silueta de ella se dibujaba en las pupilas de él. Aquellas pupilas denotaban cansancio al haber pasado todo aquel día sumergido en el ambiente oscuro y etílico de un pub. Sus pulmones acababan de respirar aire fresco y su vista acababa de librarse de aquella humareda de tabaco y polvo, cuando la vio a ella. Y entonces, sus ojos denotaron otra cosa más: hambre.

Los tacones chocaban sordamente con la piedra de la calle, rítmicamente y de forma urgente, como si fueran gotas de lluvia repiqueteando en un charco enlodado. Ella lo sabía. Sabía que había alguien detrás suya. Y por ello el taconeo se hacía vertiginosamente más ágil, intentando aventajar la máxima distancia entre ella y su posible verdugo. Constató que sus delicados zapatos no eran el mejor calzado para correr, aunque, ¿cuál es la mejor vestimenta para el día en que uno va a morir?

Notaba cómo la sangre subía a su cerebro y su corazón mientras sus manos se enfriaban y se tensaban sus gemelos. La adrenalina estallaba como un cerezo en flor, incentivando el despertar de su instinto más primordial. Su mente estaba concentrada en la carrera, intentando no aprisionar los tacones entre los filos de las amenazantes piedras. Pero hubo una parte de ella que mandó la señal a sus músculos superiores para abrir el bolso. Su mano se deslizó entre las tripas de su cartera, frenéticas, hasta que dio en el clavo y logró asir lo que había estado buscando.

Entonces, torció a la izquierda. Casi enseguida, se maldijo, y hubiera mascullado algún improperio de haber podido. Era un callejón sin salida. Al fondo de éste se veían cartones y cubos de basura municipales. Y más allá, comenzaba lo que parecía ser un bloque de pisos, incluso varias ventanas estaban abiertas de par en par, a modo de bienvenida a la calurosa tarde. Los propietarios podrían estar durmiendo en ese mismo momento, o viendo una película. O incluso, podrían estar mirándola, disfrutando morbosamente de su superioridad circunstancial, como quien ve un documental en vivo y en directo, una danza descarnada entre la vida y la muerte. La irónica sentencia del “Vivir juntos, morir solos” se tornaba una cruda realidad.

Se dio la vuelta. Allí estaba él, con el relieve de la excitación perfilándole el cuerpo. Era un hombre de mediana edad, musculoso y bien trajeado. Su cara era afilada y esgrimía una sonrisa sandónica, dejando entrever sus dientes, tintados de un blanco impoluto. Corrió hacia ella hasta confinarla en un rincón. Ella se dejó manejar como un polluelo asustado. 

El hombre posó las manos en el rostro de la chica y comprimió la yema del dedo índice sobre los labios de ella, que se moldearon a voluntad de la fuerza externa. La joven mantuvo una compostura férrea e intentó no derramar ni una lágrima. No obstante, dejó escapar un quejido, un sonido inarticulado que le hizo comprender a él que ella era muda. El hombre se relamió, mostrando asquerosamente sus incisivos al haberse descubierto ante una presa silenciosa. Le rasgó el largo vestido hasta la altura de las pantorrillas. 

Intentó manosearla, pero ella empezó a moverse convulsivamente de un lado a otro, ralentizando la ilegal y lujuriosa fechoría que él se proponía cometer. Su paciencia se agotó, y subió sus manos hasta apretar el cuello de la mujer, que se quedó sin respiración.

Ella boqueó como un pez fuera del agua. Notaba sus pulsaciones palpitándole en las sienes. Su conciencia se desintegraba como los granos de arena en las manos. Su mente se apagaba, meciéndola en el sueño profundo de la hipoxia cerebral.

En uno de sus últimos y amargos aleteos por asirse a la supervivencia, extrajo el objeto del bolso y se lo clavó a él a la altura del cuello. El hombre miró a la mujer, estupefacto, sin saber qué era aquello que se introducía en su costilla cervical. La herida que le producía el objeto de la chica era cada vez más lacerante y comprometedoramente vital a medida que él perdía fuerza y desaflojaba la presión sobre su víctima.

Finalmente, en un estertor, dejó a su presa en libertad y casi al unísono cayó de espaldas, clavándose aún más el estandarte mortal. La mujer, presa del pánico, echó a correr alejándose del callejón, con el vestido lleno de huellas dactilares carmesíes y un reguero de sangre entrelazándole los dedos de la mano derecha.

Encontrarían el cuerpo del varón al cabo de unas pocas horas. La sirena de una ambulancia se abriría paso entre los transeúntes, en un intento infructuoso por salvar la vida del malhechor. Cuando le dieran la vuelta al cadáver, descubrirían la causa del fallecimiento: el filo de una navaja decoraba su espalda, trazando el rosetón sanguinolento que le había conducido hasta su funesto destino.

FIN

No eres sino viento (redacción propia)

No eres sino viento. 



Eres el silencio que hilvana las palabras.
La luz mortecina del atardecer, lánguida en el tiempo.
Eres el linóleo imperturbable sobre el que resuenan las pisadas de la vida.

La soga de un ahorcado que pende de sus pecados, el reloj de cuco roto en una habitación desolada. El cúmulo de principios y opiniones que se desmoronan en el vacío, los juncos de madera fusionados en la erosión.


El ritmo pulsátil de un corazón que se adhiere a la vida con aleteos febriles, el hilo zarandeado por el vendaval que se alza con una verticalidad formidable.
Eres la aguja del pasado que enhebra el presente.
El futuro incierto y vertiginoso. La lucha enloquecida entre los instintos y el entendimiento.
Eres un suelo surcado de grietas que abren las puertas del fuero interno. El reflejo engañoso de un espejo empañado.
El crepitar de una hoguera que va apagándose y es humo.

Sólo eso. Viento.

Nota importante

Buenas tardes,
lo primero es lo primero: gracias por visitar este blog. Me llamo Eva Plaza, y los textos aquí presentes son 100% de mi autoría. En cuanto a las imágenes subidas, todas y cada una de ellas tienen licencia CCO (licencia Creative Commons), obtenidas de bancos de imágenes, de dominio público, y por ello su publicación no requiere de una solicitud de permiso ni atribuir la autoría de las mismas. Con ello pretendo respetar el trabajo de todos, sin publicar imágenes cuya subida sea ilegal.

En cuanto a los textos, recalco de nuevo que son 100% míos. De todas formas, la opción de copy-paste está inhabilitada.

En general, los textos serán relatos cortos. No obstante, lo primero que voy a subir es un "poema" (llamémoslo así), aunque realmente no es un poema ni tampoco es prosa. Será corto, porque pretendo estudiar su "acogida" por parte de los lectores y ver si tiene éxito para seguir publicando por aquí.

Algunos de vosotros me conocéis por las reseñas en webs de música y en mi propio blog, Keep the Dream Alive. Estas "reseñas musicales" han conseguido un cierto éxito, y espero que los relatos sean igualmente de vuestro agrado.

¡Gracias por leerme!
                                                                                                                      Eva

Muerte con alas (redacción propia)

Muerte con alas Me dirijo a Vos, Señor, para explicaros los acontecimientos.  Mas no se trata de un relato ficticio; os ruego a Vos...